Si hay
una voz inconfundible en el cante flamenco es la de Antonio el Chaqueta. Se le
tiene como un dominador absoluto del compás y como el mago de los trabalenguas
por bulerías. Pero El Chaqueta era mucho más. Antonio Fernández de los Santos
nació en 1918 en La Línea de la Concepción, en una familia gitana de gran
tradición flamenca. Su parte paterna era originaria de Málaga. El padre,
Antonio el Mono, era cantaor no profesional pero de enorme afición en cuya
familia hubo cantaores profesionales como su tío El Montino. Tomasa, la madre
del Chaqueta, era de Jerez, de la familia de los Fideíto, que descendían de
gitanos herreros del Puerto de Santa María (en el artículo de Luis Soler se
pueden ampliar datos).
El
periplo vital de Antonio el Chaqueta fue determinante en su formación cantaora.
En su familia pudo aprender muchos cantes por malagueñas y tarantas —no
olvidemos que estaba emparentado con el Cojo de Málaga—, de martinetes,
siguiriyas, cantiñas —parece ser que la romera la aprende de su madre—, corridos,
bulerías y tangos. Además, en la época en que era niño se puso de moda el
fandango personal, cante del que llegó a ser un consumado intérprete. La Línea
era un lugar frecuentado asiduamente por grandes fandangueros como Corruco de
Algeciras, Carbonerillo, Macandé, Pepe Pinto, Antonio de la Calzá, Palanca, Marchena,
Rafael Pareja y un largo etcétera. En ese entorno Antonio sintió de niño la
llamada del arte flamenco. Hay noticias de que con nueve años ya cantaba con
Manuel Vallejo.
En los
años treinta marcha a Sevilla y frecuenta los ambientes flamencos de la Alameda
de Hércules donde pudo conocer a su admirado Tomás Pavón. También visitaba
asiduamente Málaga, donde tenía familia, y escuchaba los tangos y bulerías que
se cantaban en las gitanerías del Perchel y la Cruz Verde, con La Pirula —madre de La Cañeta—
como estandarte de los estilos festeros malagueños.
En los
años cuarenta se instala en Madrid. Allí la escuela de don Antonio Chacón
seguía viva en el entorno del colmao Villa Rosa, capitaneado por voces como
Bernardo el de los Lobitos, Pepe el de la Matrona, Juanito Mojama, José Cepero,
Jacinto Almadén y Juanito Varea entre otros. Escuchando a estos maestros El
Chaqueta asimiló la amplia gama de cantes malagueños y levantinos, y estilos
como la toná chica, la petenera corta, las soleares de la Serneta o la caña, que
eran muy habituales en el repertorio de Chacón.
Gracias a
una memoria prodigiosa Antonio el Chaqueta aprendió tal cantidad de cantes que
se le tiene como uno de los cantaores más largos de la historia. Además, su
forma de interpretar el cante era sumamente personal. Si hubiera que destacar
alguna influencia decisiva en su cante sería la de los Pavón: su viveza
expresiva nos recuerda a Pastora y la forma de ligar los tercios en soleares y
siguiriyas remiten a Tomás.
Pero a
pesar de sus destacadas cualidades artísticas la obra grabada de este cantaor
es escasa. Demasiado escasa. En 1951 grabó en Columbia tres discos de pizarra
con la guitarra de Paco Aguilera en los que se incluyen tres canciones por
bulerías (“Mira que eres linda”, “Tus ojos negros” y “María Dolores), una
bulería corta (“A Dios le pido un favor”), unos tangos (“Sentaíto en la
escalera”) y unas cantiñas con romeras (“Por tu puerta y no me hables”). En las
emisoras de radio de la época los cuplés por bulerías fueron un “bombazo”, lo
que sirvió al Chaqueta para vivir más holgadamente. En esos años él y el Beni
de Cádiz eran los artistas más solicitados en las fiestas privadas que tenían
lugar en la capital, por lo que eran conocidos como “las vedettes de Madrid”.
En 1954 la casa Ducretet-Thomson editó la primera antología de flamenco, que en
España vio la luz bajo el sello Hispavox. En ella grabó El Chaqueta con la
guitarra de Perico el del Lunar dos cantes soberbios: romeras y cabales. Hay
noticias de que los franceses en un principio querían que la antología la
dirigiera El Chaqueta pero que al final declinaron en favor del tocaor
jerezano.
Lo último
que grabó fue en 1973 para la casa RCA con la guitarra de Antonio Arenas.
Fueron dos bulerías y unas cantiñas en las que se apreciaba el deterioro que
sufrió la voz del linense, a pesar de que tenía 55 años. Estos números
completan los once cantes de la exigua discografía de un artista inmenso.
A
mediados de los cincuenta Antonio conoce a Adela Jiménez Vargas, guapísima
bailaora madrileña hija del cantaor gitano Pedro Jiménez Borja ‘El Pili’. Poco
a poco su mundo sentimental va cambiando y abandona a su primera esposa,
Margarita, para vivir hasta el fin de sus días con Adela, 18 años más joven que
él. Tuvieron tres hijos, entre ellos el cantaor actual Chaleco. La cosa no le
cayó bien a su nuevo suegro por lo que ponen tierra de por medio y deciden
instalarse en el sur. Aproximadamente desde 1959 hasta 1977 viven en Málaga. Antonio
canta en los tablaos de la Costa del Sol con esporádicas salidas a otros del
resto del país, incluidos los de Madrid. Si bien en estos locales causaba
sensación su sentido rítmico no eran el marco más idóneo para que fuera
apreciada su grandeza cantaora. Además, Antonio era una persona modesta por
naturaleza y con pocas ambiciones lo que le llevó a no cantar en festivales,
que eran el principal escaparate del flamenco desde finales de los cincuenta.
Al igual que Tomás Pavón, Juanito Mojama, Cayetano de Cabra o Aurelio Sellés,
Antonio el Chaqueta prefirió desarrollar su arte en las fiestas privadas donde,
por motivos obvios, su categoría cantaora no encontró el eco que merecía.
Afortunadamente
se han recuperado registros no comerciales del Chaqueta en los que podemos
escuchar cantes que no grabó en disco. Gracias a ellos tenemos una idea más
ajustada de su magnitud como cantaor. En estos registros se confirma lo que ya
se sabía: su milimétrico sentido del compás y su velocidad en los trabalenguas.
Pero hay más. En los martinetes y tonás se entrevén unas maneras arcaicas que
nos aproximan a cómo debían cantarse esos estilos en su familia. En soleares,
cantiñas y siguiriyas vemos lo extenso de su repertorio. Los fandangos del
Gloria y Carbonerillo son equiparables en calidad a lo que impresionaron sus
propios creadores. En las soleares apolás hay una grandeza y jondura de la que
carecen la mayoría de versiones grabadas. Gracias a esos registros nos
percatamos de que El Chaqueta era un cantaor sin prejuicios: lo mismo cantaba
un garrotín o una petenera que una siguiriya del Loco Mateo; una taranta del
Ciego de la Playa que unos tanguillos de Cádiz; una malagueña que una soleá de
Iyanda o de Juaniquí.
El
Chaqueta pasó sus últimos años en el Madrid que lo vio triunfar arrastrando su
cante quemado por el aguardiente por los locales de alrededor de la Plaza de
Santa Ana. Nos contaba el recordado cantaor morisco Miguel Vargas que una vez
lo vio cantar sobre un mostrador en uno de estos bares y algunos de los parroquianos
se mofaron de él y de su voz rota. Miguel, hombre pacífico donde los hubiera,
se encaró con ellos defendiendo a uno de los mejores cantaores que vio la
historia, que por desgracia vivió descolgado de su tiempo.
Antonio
Fernández de los Santos falleció el 15 de mayo de 1980 en el Hospital Gregorio
Marañón de Madrid, donde había sido ingresado un día antes. Contaba 62 años
recién cumplidos. Ese mismo día, su sobrino Chaquetón ganaba en la IX edición
del Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba el Premio “Enrique El
Mellizo”, con el que se galardona los cantes de Cádiz.
En
Antonio El Chaqueta, ya lo hemos dicho, la grandeza cantaora convivió con una
afición desmedida con la que valoraba la grandeza de este arte para el que
consagró toda su vida. Su falta de prejuicios y su altura de miras se
manifiestan en una entrevista del 24 de abril de 1968, para el diario malagueño
Sol de España. Cuando le preguntaron cuáles eran sus cantaores
predilectos contestó: “Mairena y Caracol”. Pues eso.
Ramón Soler Díaz
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